domingo, 29 de enero de 2012

"El Flaco Carranza"


(Texto de Jeanette Piríz)

SEMBLANZAS

Era flaco, tan extremadamente flaco que parecía que sus largas piernas colapsarían en cualquier momento. Sus gastados pantalones vaqueros se sostenían gracias a un cinto tal vez demasiado grande para su talle.

Alto, desgarbado, conservaba en sus ojos a pesar de todo la expresión de un niño desvalido.

El termo y el mate completaban su figura como elementos ya incorporados a sus manos, como mudos compañeros de vida.

Nunca lo vi sin ellos.


Y cuando el mate estaba vacío siempre llegaba el socorro de alguna cocina del barrio en la bolsita transparente: una cebadura de yerba.

Dicen que fue un buen jugador de fútbol, que podía haber llegado a más, pero esas glorias efímeras a veces no atraen amigos sino humo, copas y olvido.

Se sorprendió un día cuando le pregunté si tenía fotos de esos tiempos. Al otro día, tesoro celosamente guardado, desfilaron ante mis ojos jóvenes futbolistas de antaño, copas de viejos campeonatos orgullosamente sostenidas y el detalle de nombres y año de cada foto que aún conservo.

Por ese entonces mis hijos habían recogido de la calle a un enorme Collie  ya con algunos años encima, al que habían bautizado con el nombre de “Arturo”.  Fue de inmediato; Arturo y él se hicieron amigos incondicionales, tal vez porque ambos sabían mucho de calles y desengaños.

Era sólo llamarlo y Arturo corría a su lado y se prodigaba en mimos y aullidos de alegría. Pero un día Arturo no caminó más y un día, un triste día, hubo que sacrificarlo.

“Arturooooo...”, lo llamaba desde el portón de nuestro patio. “Arturooooo...”. Me acerqué y le dije que Arturo se había enfermado y que... Se apoyó en la pared, se sentó lentamente en los escalones de la puerta y ahí se quedó con los ojos arrasados en lágrimas. Nos quedamos sin palabras, compartiendo el dolor por el amigo muerto.

Debo decir que era una persona respetuosa a quien nunca le escuché una palabra fuera de lugar.

Un día cuando le alcanzaba la bolsita con yerba y alguna otra vitualla me preguntó si le podía prestar determinada cantidad pues tenía que ir a Maldonado a renovar la cédula.

Desconfié, dudé, pero le di el dinero. Él debe haber notado esa vacilación porque a los pocos días apareció en mi puerta con la constancia de la cédula. “Quería que supieras que era verdad” -dijo.  Me sentí miserable y no supe que decir.

Así transcurrió el tiempo hasta que un día súbitamente se le dejó de ver por el barrio. Preguntando por él alguien me comentó que se había caído y fracturado... que lo habían operado en Montevideo y ya estaba en San Carlos, en el hospital.

Me prometí que debía ir a verlo y llevarle algo... nunca lo hice.

Tiempo después me entero que se había ido para siempre.

Le decían “Carranza”.

Jeanette Piriz

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